Primer Premio – Alas por María C. Tobarra Meruelo
Todavía con el sueño grabado en su rostro y los cabellos como desordenados brochazos oscuros, la joven niña abrió la puerta. Esperaba encontrarse con la débil luz de la mañana, pero le dieron la bienvenida los esporádicos brillos que emitían las gotas al caer. Era una mañana cargada de humedad y niebla, que difuminaba los contornos de su alrededor y descargaba su exceso de color en forma de llovizna. Con un pie descalzo, la niña pisó la fría hierba, verdosa según había oído una vez comentar a su abuela. Aquella señora que incluso con incontables años sobre su espalda, siempre la deleitaba con descripciones minuciosas de todo lo que les rodeaba. Nunca se lo llegó a agradecer. Armándose de valor, salió por fin a la calle y abrió los ojos.
Nunca podría haberse preparado para ver semejante belleza. La hierba a su alrededor estaba adornada con pequeñas gotas de rocío que se deslizaban hasta caer en la tierra. La tierra. Siempre había adorado el olor de la tierra mojada, pero verla de esta forma, tan llena de vida, le arrebató el aire de los pulmones. Acarició una de las hojas tendidas en el suelo, una hoja de un árbol que era tan grande, que nunca llegaría a la cima. Poco a poco se empezó a levantar una brisa primaveral, embriagando a la niña con los frescos aromas de la lluvia. Ya estaba empapada y temblando, pero eso no era lo importante en ese momento.
Lo importante era lo que le susurraba el viento. Historias, muchas historias. La historia de la hierba bajo sus pies, que, ilusionada por ver una nueva cara en el jardín, bailaba al son de la música del tiempo. Esos trazos infinitos de diferentes verdes le contaron todo lo que habían visto en su corta vida. Las nubes cambiantes en el cielo, las estrellas que forman bellas constelaciones durante la noche, y que se asemejan a fragmentos de pintura en el firmamento. Pájaros de diferentes texturas surcando los cielos, como si fuesen poseedores de alguna verdad acerca de la libertad que nunca llegaremos a conocer. La historia del viejo árbol al final del jardín. Aquel árbol que ha ido viviendo durante incontables generaciones de su familia. Aquel árbol que ha visto a niños nacer, jugar y reír; crecer, amar y morir.
Movida por aquella deslumbrante belleza, caminó hacia el tronco, apoyando su delicada mano sobre las hendiduras que formaban esas pinceladas ocre y marrón. Lentamente levantó su cabeza. La luz se intercalaba entre las hojas, y así junto al movimiento del viento, producían un espectáculo en el que los esbozos de luz se peleaban con los de sombra, jugando a ver quién era el más fuerte. La niña nunca supo el resultado de esa batalla incesante.
Inspiró profundamente la vida y el color que le rodeaban, negándose a cerrar los ojos de nuevo. El viento cesó y las hojas se quedaron inmóviles, como cuadros en un museo deseando ser admirados. Pero a pesar de estar quietas, no estaban calladas. Luchaban por hacer llegar sus historias a la niña, y tras varios minutos escuchando todo lo que las manchas verdes y amarillas querían compartir con ella, posó su vista en las ramas más cercanas al suelo. Sin pensárselo dos veces se impulsó. Poco a poco fue escalando las ramas de aquel árbol. Había escuchado incontables historias en boca de su abuela, donde le aseguraba que escalar ese árbol era imposible. Pero ahí estaba ella, escalándolo sin problema, como si el árbol se hubiese dignado por fin a dejar a alguien trepar sus ramas. Sus manos y rodillas se encontraban ya manchados de ocre, como si la pintura que cubría el esqueleto de las ramas no se hubiese terminado de secar completamente.
Aproximándose a la cima, vislumbró en lo más alto una mancha blanca. Pero cuando finalmente llegó, no podía averiguar lo que aquella mancha blanca era. No podía recordar lo que representaba su forma. Ni siquiera la belleza a su alrededor, que le susurraba todas esas interminables historias, era capaz de hacerla recordar. Así que para frenar el torbellino de ideas que amenazaba con destrozarle sus finos trazos de cordura, cerró los ojos.
Cuando los abrió de nuevo, ya no había jardín. No había hierba, ni árbol, ni pájaros. Lo único que había decidido permanecer con ella eternamente era la oscuridad. Tras un profundo suspiro, cerró el libro que había estado leyendo. Habiendo perdido la línea que le tocaba leer, no merecía la pena continuar deslizando el dedo sobre la hoja, intentando encontrar el significado de aquella peculiar mancha blanca. Aquel libro había sido un regalo de su abuela. “Un libro especial para ti, cariño”- Le había dicho. Porque ella nunca sería capaz de leer un libro normal. La niña tampoco entendía la diferencia entre un libro normal y el suyo, pero su gratitud hacia la abuela era cegadora. La mujer que poco antes de morir mandó a hacer ese libro especial, para que cuando ella ya no estuviese, siempre pudiera encontrar la forma de ver el mundo que le rodeaba. Las bellas páginas de ese libro con letras en relieve eran sus alas en un mundo oscuro. Y cada vez que escuchaba a alguien decir “Una imagen vale más que mil palabras”, sabía que estaba equivocado. Nadie más aparte de ella conocía la historia del árbol de su jardín, y el tesoro que guardaba en la copa, por mucho que lo observase. Así que cargando con ese secreto decidió vivir siempre siguiendo ese camino de historias, para poder surcar sin miedo y con aquellas alas prestadas, esa oscuridad eterna.
Segundo Premio – Un libro más en su camino por Irene Pérez Toribio