Rodrigo Ortega Sáinz

Han pasado ya dos años desde que se cernió, por primera vez, esta incesante tormenta sobre nuestras cabezas. Aún puedo recordar el júbilo que sentí cuando se anunciaba el cierre de los colegios durante una semana (porque, al fin y al cabo, ¿a quién no le gusta una semana libre de vez en cuando?). Tendrían que transcurrir varios meses hasta darme cuenta de que esa “libertad” (por denominarla de alguna manera) que sentía era realmente la libertad de un preso a quién estaban esposando con unas largas e inexorables cadenas sin que se diera cuenta. Porque, al igual que las cadenas, el sufrimiento de estar confinados y de no poder siquiera contemplar el rostro de nuestros seres queridos iba a alargarse durante mucho, mucho tiempo.

Precisamente esto, el sufrimiento, se manifestaría notablemente en los primeros meses de pandemia. El estrés de estar encerrado en casa, de no poder salir ni desplazarte; ¡no poder ver a quiénes más quieres! La felicidad simplemente desapareció cual ave que migra, solo que esta vez tardaría mucho tiempo en volver. Esta tristeza provocada que nos ha causado la ausencia de estas actividades nos ha permitido reconocer lo importantes que son estos actos tan cotidianos como dar un mero paseo o visitar a un familiar que vive a cuatro calles de nosotros. Acciones que hace unos años resultarían aburridas o incluso molestas (las cenas familiares no siempre apetecen); pero que tras lo vivido hemos descubierto que nos aportan felicidad. Porque, a veces, lo más difícil no es alcanzar la felicidad (pues en este caso ya estaba ahí), sino reconocerla y, por ende, valorarla como tal.

Adicional a lo anterior, la pandemia también ha favorecido a la expansión de ciertas teorías éticas. Especialmente en el confinamiento la soledad, la angustia y sentimientos similares tenían un gran impacto en nosotros. Como es lógico, estar solo o conviviendo con pocas personas en el mismo lugar permanentemente durante varios meses no es sencillo. Es por ello que esta época de estrés ha condicionado la recurrencia a teorías éticas como el estoicismo de Marco Aurelio y Séneca (con el objetivo de lograr la imperturbabilidad respecto a la angustia, el sentimiento de reclusión…) o incluso el hedonismo de Epicuro (confiando en la prudencia como placer). Entonces, la propia pandemia nos ha enseñado a recurrir a la filosofía y a la propia ética para vivir mejor, para armonizar nuestra vida y lograr aguantar en el confinamiento (el raciovitalismo de Ortega y Gasset aplicado a la ética); a razonar y reflexionar para vivir mejor porque, en propias palabras de Aristóteles, “la ética es el arte de vivir de la mejor manera posible”.

Por añadidura, la pandemia se prolongaría durante muchos meses más, aun no estando confinados. Se implementarían las ya infames mascarillas y, aunque volvimos a gozar de la libertad de poder dar un paseo y salir de casa, no todo retornó a la “normalidad”. Las mascarillas llegaron para quedarse y, con ellas, una época de desconfianza. No solo por las constantes olas y rebrotes (que también), sino además por la propia interacción social. El ser humano es, por naturaleza, un ser destinado a vivir en sociedad y a relacionarse con otros seres humanos. Ahora bien, ¿cómo podemos relacionarnos socialmente si no podemos ni contemplarnos las caras? Esta es otra lección que nos ha impartido la pandemia. A pesar de que nos molestaban y estorbaban en la mayoría de nuestro día a día, no nos las quitábamos por el riesgo que ello conllevaba no hacia nosotros, sino hacia otras personas (porque, en efecto, las mascarillas reducen la probabilidad de contagiar, no de ser contagiado). Aunque no nos gustaran, las aceptábamos y llevábamos con el fin de no perjudicar a nadie. Aprendimos a imponer el bien común sobre nuestra voluntad individual; a resistir por el bien de otros y, en definitiva, a priorizar el bien para la totalidad de la población sobre nuestro ardiente deseo de quitárnoslas. Lo hicimos con el objeto de beneficiar a la mayoría. ¿No es esto una muestra de solidaridad, empatía y, en conclusión, moralidad en medio de una tempestuosa pandemia? ¿Acaso no supone esto el progreso ético como sociedad?

En conclusión, la pandemia nos ha enseñado cruciales lecciones tales como poder hallar la felicidad en simples actos rutinarios o saber adoptar un comportamiento moral para evitar dañar a otras personas. Esta tormenta aún no ha terminado de amainar, pero hasta que ese momento finalmente acaezca podemos extraer un amplio aprendizaje sobre numerosos campos de conocimiento (ética, política…). Para finalizar, solo resta una duda por responder: cuando termine la pandemia, ¿permanecerán en nosotros tales enseñanzas o las acabaremos perdiendo? ¿Volveremos a cómo estábamos antes de la crisis sanitaria o seguirá con nosotros todo el aprendizaje adquirido en esta? Solo lo sabremos una vez transcurra el tiempo.

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